Ha ocurrido siempre. Esto que me
pasa debe ser de nacimiento, no sé. Aunque, claro, no se manifestó hasta que ya
estaba bien mayorcito, con diecinueve exactamente.
No me andaré con rodeos. Asesino
a toda mujer con la que me acuesto.
No es algo de lo que me sienta
orgulloso, por supuesto. Más bien lo contrario, me avergüenzo profundamente. Es
una tortura para mí, un suplicio, una maldición qué sé yo.
Cada vez que ocurre pienso que va
a ser la última, deseo con todas mis fuerzas que no vuelva a pasar. Pero la
escena siempre acaba igual. Casi como un calco. Son muchas las mujeres con las
que comparto sábanas. Y en todos y cada uno de los casos, mis manos terminan
rodeando su cuello, apretando con saña hasta la asfixia tras habernos fundido
en el orgasmo.
Después de cada asesinato, me siento
una mierda. Un capullo. Eso es lo que soy. Me aterroriza acostarme con una
mujer. Pero no puedo evitarlo. Qué hijo de puta. Una y otra vez.
Algunas son simples ligues de una noches,
otras son mujeres a las que he amado durante semanas, tal vez meses. ¿Saben lo
duro que es verlas agonizar entre mis manos? Me engaño a mí mismo. Pienso que
esta vez no va a ser así, que la maldición ha terminado. Pero todo se repite.
Es tan débil el equilibrio.
Llevo casi un año saliendo con Sara. Nos conocimos en una
charla en la universidad. Dios, es tan guapa. Creo que la quiero. Estoy
enamorado. Ella prefiere ir despacio, y yo siempre he respetado sus deseos. Nuestros
encuentros hasta ahora se han limitado a besarnos y algún que otro magreo en el
parque del Rondo. Pero este fin de semana sus padres están fuera y me ha
invitado a dormir. Ella ya me ha insinuado que esta va a ser la noche. Y yo
ardo en deseos de tenerla entre mis brazos.
Esta vez será distinto.