domingo, 11 de mayo de 2014

Breve ensayo sobre una piedra

Situémonos.
 Año 1903. Estamos en la República democrática del Congo, o más bien deberíamos decir en el Estado Libre del Congo, pues ese era su nombre en aquel momento. El país pertenece al rey belga Leopoldo II. No se trata de una colonia, ni siquiera eso. Es su propiedad privada, como el que tiene un jardín o una casa en la playa, él tiene un país.
Joseph es un soldado belga que acaba de cumplir los veintitrés. Ha llegado al Congo hace algunas semanas y ahora se encuentra inmerso en el corazón de la jungla. Decidió alistarse porque el ejército belga estaba allí para luchar contra la esclavitud, una de las más nobles acciones que puede llevar a cabo un hombre.
Pero… no, espere. Tal vez no sea el año 1903 ni estemos en el Estado Libre del Congo, no estoy seguro.
Tal vez estamos en realidad en el año 2003, en un país devastado por la guerra, la República de Irak. Hasta hace algunas semanas, gobernado por un cruel dictador. Ahora, tras una breve y desigual contienda, la coalición de países liderada por Estados Unidos ha depuesto al tirano y promete libertad y justicia.
Kevin es un soldado estadounidense que se enroló porque no tenía más opciones para alimentar a su familia. Destinado en Kirkuk, tiene veintitrés años y dos hijas. Estaba en paro y el ejército era su única salida. A pesar de todo, está contento de participar en la lucha contra el terrorismo.
Y es ahora, una vez que nos hemos situado ¾o, al menos, lo hemos intentado¾, cuando podemos comenzar a relatar esta historia.
Joseph creía con sinceridad que el ejército belga había ocupado el Congo para liberar a los africanos de la esclavitud. Lo que encontró fue el infierno. No podría nombrarse de otro modo.
Kevin creía con sinceridad que la coalición internacional había ocupado Irak para liberar a los iraquíes del dictador. Lo que encontró fue el infierno. No podría nombrarse de otro modo.
Joseph ha visto cometer muchas atrocidades contra los congoleños. Su sargento y algunos miembros más de su unidad cortan manos a diario, como el que corta pan cada mañana. Si los esclavos llegan tarde con los cargamentos de caucho, si no obedecen sus órdenes, si alguno holgazanea más de la cuenta, no dudan lo más mínimo en castigarles. En ocasiones les azotan con el chicote, pero la mayoría de las veces, les cortan la mano. Incluso parecen disfrutar con ello.
Kevin ha visto cometer muchas atrocidades contra los iraquíes. Su sargento y algunos miembros más de su unidad se emplean con dureza en el trabajo. Si en la calle alguien sin identificar se acerca más de la cuenta, lo mejor que puede pasarle es recibir un disparo de advertencia. Si algún preso se niega a obedecer, no dudan en torturarle. En ocasiones le desnudan, cubren su cabeza con una bolsa de basura y simulan que van a fusilarle. Otras veces le apalean hasta la muerte. Incluso parecen disfrutar con ello.
Llegados a este punto del relato, el lector ya habrá comprendido que Joseph y Kevin nunca se han conocido y nunca lo harán. Al fin y al cabo, todo un siglo les separa. 
Ya está anocheciendo, Joseph se encuentra en la parte alta del río Congo, en un campamento perdido en la jungla. Tumbado en el interior de su tienda, se encuentra de mal humor. Trajo consigo una pulsera de plata, símbolo del compromiso que ha adquirido con Elizabeth ¾se casarán cuando él regrese¾,  pero la ha perdido. Era su único vínculo con el mundo, más allá de la locura de aquellas selvas. Escucha ruido fuera. Se levanta y sale a ver qué ocurre. 
Ya está anocheciendo, Kevin se encuentra en un control militar junto a su sargento. Ambos están atentos al menor movimiento entre las sombras. La amenaza de una bomba o de un francotirador les mantiene alerta. Sus ojos no dejan de examinar cada detalle a su alrededor mientras Kevin habla de sus hijas. Las echa de menos. La mayor es autista y la pequeña acaba de comenzar en la escuela. El sargento no está casado y no tiene descendencia, tampoco parece interesado en tenerla. Escucha a Kevin o, al menos, finge escucharlo. Pero un movimiento en las sombras llama su atención y ambos callan.
Joseph sale de la tienda. El sargento y un par de soldados se acercan apresurados hacia él. Traen en volandas a un chavalillo de unos diez años. Su cuerpo poco se diferencia del de un muerto. No se atreve a levantar la mirada del suelo. Está temblado. Trae el puño cerrado, algo esconde. Al llegar frente a él, el sargento le obliga a abrirlo. La pulsera de Elizabeth. Allí está. Joseph la mira sorprendido. Sonríe. Pero la alegría por haberla encontrado no dura mucho. Está claro que el pequeño la ha robado. Merece un castigo.
Kevin observa como un muchacho surge de la oscuridad y camina de un modo extraño hacia ellos. Como a trompicones se acerca despacio. Lleva una camisa amplia, a saber que puede esconder ahí debajo. El sargento le da el alto en repetidas ocasiones, Kevin también le grita, pero el chico no parece escucharles. Tal vez ni siquiera les entienda.
Uno de los soldados tiende un machete a Joseph. Él está furioso con el mocoso que había robado su pulsera, pero no hasta el punto de querer amputarle la mano. Las miradas de los dos soldados y del sargento escudriñan la suya. Aún no le han visto ajusticiar a ninguno de los salvajes como se merecen, tal vez sea uno de esos defensores de sus derechos. Tal vez ese soldado que no se atreve ahora a cortarle la mano al pequeño ladronzuelo denuncie sus actos al regreso a Europa. Quizá sea un traidor.
El sargento apunta con el fusil al muchacho que se acerca. Kevin está asustado, es un novato poco acostumbrado a estas situaciones. El chico sigue caminando y el sargento no duda. Sabe lo que tiene que hacer. Aprieta el gatillo sin vacilar. Pero el fusil no dispara. Se ha encasquillado. Comienza a maldecir. Kevin está cada vez más nervioso. Le grita al muchacho que se detenga, pero no parece escucharle. La luz amarillenta de una farola ilumina el rostro del intruso. La mirada perdida. Kevin reconoce el mismo gesto de su hija mayor. El sargento le grita enloquecido que dispare. Apenas cuatro o cinco metros les separan del muchacho.
Joseph sabe con certeza que sus compañeros no le perdonarán si no castiga al chaval. Es él o el niño. Si se hubiera inventado un dispositivo para medir el miedo, tal vez los índices de Joseph fueran incluso más altos que los del pequeño ladrón. Da un paso al frente y coge el machete de la mano del soldado. Evalúa que puede ocurrirle si se niega a castigar al niño. Toma su muñeca con firmeza.  Le mira a los ojos y éste, por primera vez, le devuelve la mirada. Están temblando. Ambos. Joseph aprieta el machete con su mano derecha. El sudor impregnado en el mango. La jungla les envuelve, lo inunda todo.
Kevin sabe con certeza que el sargento no le perdonará si no dispara al intruso antes de que esté demasiado cerca. Pero él está seguro de que es inofensivo. Solo ve el rostro de su hija en ese chico que se acerca a trompicones. Kevin levanta el fusil y le apunta directamente a la cabeza. Está temblando y no tiene la precisión que demostró en los campos de entrenamiento. Tal vez falle el disparo. En el caso de que decida disparar. El sargento le grita sin cesar. Tiene los ojos inyectados en sangre. Tal vez ese niño guarde una bomba bajo la camisa. La oscuridad les envuelve, lo inunda todo.
Llegados a este punto no me queda más remedio que reconocer que no sé cómo terminó esta historia. Pero tal vez eso no importe tanto en realidad.
Es curioso ¿verdad? ¿Quién lo iba a decir? Separados por nada menos que cien años, Joseph y Kevin han caído en la misma trampa. 
Al fin y al cabo, dicen que los seres humanos somos el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. 
Parece mentira.