Situémonos.
Año 1903. Estamos en la República democrática
del Congo, o más bien deberíamos decir en el Estado Libre del Congo, pues ese
era su nombre en aquel momento. El país pertenece al rey belga Leopoldo II. No
se trata de una colonia, ni siquiera eso. Es su propiedad privada, como el que
tiene un jardín o una casa en la playa, él tiene un país.
Joseph es un soldado
belga que acaba de cumplir los veintitrés. Ha llegado al Congo hace algunas
semanas y ahora se encuentra inmerso en el corazón de la jungla. Decidió
alistarse porque el ejército belga estaba allí para luchar contra la
esclavitud, una de las más nobles acciones que puede llevar a cabo un hombre.
Pero… no, espere. Tal
vez no sea el año 1903 ni estemos en el Estado Libre del Congo, no estoy
seguro.
Tal vez estamos en
realidad en el año 2003, en un país devastado por la guerra, la República de Irak.
Hasta hace algunas semanas, gobernado por un cruel dictador. Ahora, tras una
breve y desigual contienda, la coalición de países liderada por Estados Unidos
ha depuesto al tirano y promete libertad y justicia.
Kevin es un soldado
estadounidense que se enroló porque no tenía más opciones para alimentar a su
familia. Destinado en Kirkuk, tiene veintitrés años y dos hijas. Estaba en paro
y el ejército era su única salida. A pesar de todo, está contento de participar
en la lucha contra el terrorismo.
Y es ahora, una vez que
nos hemos situado ¾o,
al menos, lo hemos intentado¾,
cuando podemos comenzar a relatar esta historia.
Joseph creía con
sinceridad que el ejército belga había ocupado el Congo para liberar a los africanos
de la esclavitud. Lo que encontró fue el infierno. No podría nombrarse de otro
modo.
Kevin creía con
sinceridad que la coalición internacional había ocupado Irak para liberar a los
iraquíes del dictador. Lo que encontró fue el infierno. No podría nombrarse de
otro modo.
Joseph ha visto cometer
muchas atrocidades contra los congoleños. Su sargento y algunos miembros más de
su unidad cortan manos a diario, como el que corta pan cada mañana. Si los
esclavos llegan tarde con los cargamentos de caucho, si no obedecen sus
órdenes, si alguno holgazanea más de la cuenta, no dudan lo más mínimo en
castigarles. En ocasiones les azotan con el chicote, pero la mayoría de las
veces, les cortan la mano. Incluso parecen disfrutar con ello.
Kevin ha visto cometer
muchas atrocidades contra los iraquíes. Su sargento y algunos miembros más de
su unidad se emplean con dureza en el trabajo. Si en la calle alguien sin
identificar se acerca más de la cuenta, lo mejor que puede pasarle es recibir
un disparo de advertencia. Si algún preso se niega a obedecer, no dudan en
torturarle. En ocasiones le desnudan, cubren su cabeza con una bolsa de basura
y simulan que van a fusilarle. Otras veces le apalean hasta la muerte. Incluso
parecen disfrutar con ello.
Llegados a este punto
del relato, el lector ya habrá comprendido que Joseph y Kevin nunca se han
conocido y nunca lo harán. Al fin y al cabo, todo un siglo les separa.
Ya está anocheciendo,
Joseph se encuentra en la parte alta del río Congo, en un campamento perdido en
la jungla. Tumbado en el interior de su tienda, se encuentra de mal humor.
Trajo consigo una pulsera de plata, símbolo del compromiso que ha adquirido con
Elizabeth ¾se casarán
cuando él regrese¾, pero la ha perdido. Era su único vínculo con
el mundo, más allá de la locura de aquellas selvas. Escucha ruido fuera. Se
levanta y sale a ver qué ocurre.
Ya está anocheciendo,
Kevin se encuentra en un control militar junto a su sargento. Ambos están
atentos al menor movimiento entre las sombras. La amenaza de una bomba o de un
francotirador les mantiene alerta. Sus ojos no dejan de examinar cada detalle a
su alrededor mientras Kevin habla de sus hijas. Las echa de menos. La mayor es
autista y la pequeña acaba de comenzar en la escuela. El sargento no está
casado y no tiene descendencia, tampoco parece interesado en tenerla. Escucha a
Kevin o, al menos, finge escucharlo. Pero un movimiento en las sombras llama su
atención y ambos callan.
Joseph sale de la
tienda. El sargento y un par de soldados se acercan apresurados hacia él. Traen
en volandas a un chavalillo de unos diez años. Su cuerpo poco se diferencia del
de un muerto. No se atreve a levantar la mirada del suelo. Está temblado. Trae
el puño cerrado, algo esconde. Al llegar frente a él, el sargento le obliga a
abrirlo. La pulsera de Elizabeth. Allí está. Joseph la mira sorprendido.
Sonríe. Pero la alegría por haberla encontrado no dura mucho. Está claro que el
pequeño la ha robado. Merece un castigo.
Kevin observa como un
muchacho surge de la oscuridad y camina de un modo extraño hacia ellos. Como a
trompicones se acerca despacio. Lleva una camisa amplia, a saber que puede
esconder ahí debajo. El sargento le da el alto en repetidas ocasiones, Kevin
también le grita, pero el chico no parece escucharles. Tal vez ni siquiera les
entienda.
Uno de los soldados
tiende un machete a Joseph. Él está furioso con el mocoso que había robado su
pulsera, pero no hasta el punto de querer amputarle la mano. Las miradas de los
dos soldados y del sargento escudriñan la suya. Aún no le han visto ajusticiar
a ninguno de los salvajes como se merecen, tal vez sea uno de esos defensores
de sus derechos. Tal vez ese soldado que no se atreve ahora a cortarle la mano
al pequeño ladronzuelo denuncie sus actos al regreso a Europa. Quizá sea un
traidor.
El sargento apunta con
el fusil al muchacho que se acerca. Kevin está asustado, es un novato poco
acostumbrado a estas situaciones. El chico sigue caminando y el sargento no
duda. Sabe lo que tiene que hacer. Aprieta el gatillo sin vacilar. Pero el
fusil no dispara. Se ha encasquillado. Comienza a maldecir. Kevin está cada vez
más nervioso. Le grita al muchacho que se detenga, pero no parece escucharle.
La luz amarillenta de una farola ilumina el rostro del intruso. La mirada
perdida. Kevin reconoce el mismo gesto de su hija mayor. El sargento le grita
enloquecido que dispare. Apenas cuatro o cinco metros les separan del muchacho.
Joseph sabe con certeza
que sus compañeros no le perdonarán si no castiga al chaval. Es él o el niño.
Si se hubiera inventado un dispositivo para medir el miedo, tal vez los índices
de Joseph fueran incluso más altos que los del pequeño ladrón. Da un paso al
frente y coge el machete de la mano del soldado. Evalúa que puede ocurrirle si
se niega a castigar al niño. Toma su muñeca con firmeza. Le mira a los ojos y éste, por primera vez,
le devuelve la mirada. Están temblando. Ambos. Joseph aprieta el machete con su
mano derecha. El sudor impregnado en el mango. La jungla les envuelve, lo
inunda todo.
Kevin sabe con certeza
que el sargento no le perdonará si no dispara al intruso antes de que esté
demasiado cerca. Pero él está seguro de que es inofensivo. Solo ve el rostro de
su hija en ese chico que se acerca a trompicones. Kevin levanta el fusil y le
apunta directamente a la cabeza. Está temblando y no tiene la precisión que
demostró en los campos de entrenamiento. Tal vez falle el disparo. En el caso
de que decida disparar. El sargento le grita sin cesar. Tiene los ojos
inyectados en sangre. Tal vez ese niño guarde una bomba bajo la camisa. La
oscuridad les envuelve, lo inunda todo.
Llegados a este punto
no me queda más remedio que reconocer que no sé cómo terminó esta
historia. Pero tal vez eso no importe tanto en realidad.
Es curioso ¿verdad? ¿Quién
lo iba a decir? Separados por nada menos que cien años, Joseph y Kevin han
caído en la misma trampa.
Al fin y al cabo, dicen
que los seres humanos somos el único animal que tropieza dos veces con la misma
piedra.
Parece mentira.